PEQUEÑAS VICTORIAS

De Santiago Campos
 
Aquella mañana se volvió a levantar tarde. Como todas desde que aquella escalera se cruzó en su vida, esa mañana fue otra más en la que no encontró ningún motivo para dejar la cama temprano. Y así llevaba cuarenta y siete días. Casi un mes y medio mirando pasar la vida a través de la ventana de su piso. Quién se lo iba a decir.
 
Sus piernas llevaban años avisándola, pero ella se resistía a escucharlas. Con los años, la tertulia del centro de día era cada vez más escueta, y donde antes necesitaban juntar dos mesas del bar para hacer sitio a todas, hoy había tardes que a lo justo podían echar la partida de rabino. Muchas de sus amigas se iban recluyendo en sus casas, avergonzadas quizá de los estragos de la edad. Pero ella no. Por eso, pese al dolor que le mortificaba a cada paso, ella se resistía a abandonar ese placer cotidiano que la mantenía unida a las suyas, al mundo, a la vida compartida.

Hasta ese día. Ese día en el que su rodilla dijo hasta aquí hemos llegado. Ese día en el que aquel camarero la encontró tirada en el suelo a los pies de la escalera que tantas veces había sorteado. Hasta ese día en el que empezó su nueva vida postrada en la cama de casa.
 
No te preocupes. Tómate tu tiempo. Tienes que cuidarte. En tu estado, esto es lo mejor. No salgas, que como en casa en ningún sitio. Las recomendaciones de sus hijas, el dolor en todo su cuerpo y la desazón de saberse, ya sí, definitivamente vieja, minaron su voluntad y se dejó abrazar por las sábanas de la cama, la mantita del salón y las zapatillas a los pies. Ni la pérdida de su marido, su compañero, cinco años atrás, le había postrado tan intensamente en un abandono tal.
 
Pero aquella mañana fue distinta. Se levantó tarde, sí, y como todos los días arrastró su cuerpo ajado hasta el café con leche que le había dejado preparado su hija antes de irse a trabajar. El primer sorbo ya no le supo tan amargo como las últimas mañanas. Y el segundo, le recordó tan vivamente al del centro de día, le afloraron tantos recuerdos a borbotones, que se le saltaron las lágrimas. Con el café todavía en los labios y el corazón saltando en su pecho, tardó poco en decidir lo que tenía que hacer. Con dolor o sin él, con el alma agujereada o entera, no se iba a dejar arrastrar por una rodilla reventada y dos fisuras en las costillas. Los placeres que le reservaba la vida ahí fuera valían más que su cansancio. La silla de ruedas que encargó en la farmacia iba a ser la envidia del vecindario.

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